[Lac] Galeano sobre Bolivia

Beatriz Busaniche busaniche at caminandoutopias.org.ar
Mon Oct 20 04:37:58 BST 2003


Beatriz Busaniche nos mandó este artículo de Galeano sobre  Bolivia,.
Gracias Beatriz! 


El país que quiere existir  
 
Por Eduardo Galeano 
 Una inmensa explosión de gas: eso fue el alzamiento popular que sacudió a
toda Bolivia y culminó con la renuncia del presidente Sánchez de Lozada, que
se fugó dejando tras sí un tendal de muertos. 
El gas iba a ser enviado a California, a precio ruin y a cambio de mezquinas
regalías, a través de tierras chilenas que en otros tiempos habían sido
bolivianas. La salida del gas por un puerto de Chile echó sal a la herida,
en un país que desde hace más de un siglo viene exigiendo, en vano, la
recuperación del camino hacia el mar que perdió en 1883, en la guerra que
Chile ganó. 
Pero la ruta del gas no fue el motivo más importante de la furia que ardió
por todas partes. Otra fuente esencial tuvo la indignación popular, que el
gobierno respondió a balazos, como es costumbre, regando de muertos las
calles y los caminos. La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que
ocurra con el gas lo que antes ocurrió con la plata, el salitre, el estaño y
todo lo demás.
La memoria duele y enseña: los recursos naturales no renovables se van sin
decir adiós, y jamás regresan.

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Allá por 1870, un diplomático inglés sufrió en Bolivia un desagradable
incidente. El dictador Mariano Melgarejo le ofreció un vaso de chicha, la
bebida nacional hecha de maíz fermentado, y el diplomático agradeció pero
dijo que prefería chocolate. Melgarejo, con su habitual delicadeza, lo
obligó a beber una enorme tinaja llena de chocolate y después lo paseó en un
burro, montado al revés, por las calles de la ciudad de La Paz. Cuando la
reina Victoria, en Londres, se enteró del asunto, mandó traer un mapa, tachó
el país con una cruz de tiza y sentenció: “Bolivia no existe”.
Varias veces escuché esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede
que no.
Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer también
como una involuntaria síntesis de la atormentada historia del pueblo
boliviano. La tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace
cinco siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que
son los pobres más pobres de América del Sur. “Bolivia no existe”: no existe
para sus hijos. 

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Allá en la época colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos
siglos, el principal alimento del desarrollo capitalista de Europa. “Vale un
Potosí”, se decía, para elogiar lo que no tenía precio.
A mediados del siglo dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más
derrochona del mundo brotó y creció al pie de la montaña que manaba plata.
Esa montaña, el llamado Cerro Rico, tragaba indios. “Estaban los caminos
cubiertos, que parecía que se mudaba el reino”, escribió un rico minero de
Potosí: las comunidades se vaciaban de hombres, que de todas partes
marchaban, prisioneros, rumbo a la boca que conducía a los socavones.
Afuera, temperaturas de hielo. Adentro, el infierno. De cada diez que
entraban, sólo tres salían vivos. Pero los condenados a la mina, que poco
duraban, generaban la fortuna de los banqueros flamencos, genoveses y
alemanes, acreedores de la corona española, y eran esos indios quienes
hacían posible la acumulación de capitales que convirtió a Europa en lo que
Europa es.
¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso? Una montaña hueca, una incontable
cantidad de indios asesinados por extenuación y unos cuantos palacios
habitados por fantasmas.

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En el siglo diecinueve, cuando Bolivia fue derrotada en la llamada Guerra
del Pacífico, no sólo perdió su salida al mar y quedó acorralada en el
corazón de América del Sur. También perdió su salitre. 
La historia oficial, que es historia militar, cuenta que Chile ganó esa
guerra; pero la historia real comprueba que el vencedor fue el empresario
británico John Thomas North. Sin disparar un tiro ni gastar un penique,
North conquistó territorios que habían sido de Bolivia y de Perú y se
convirtió en el rey del salitre, que era por entonces el fertilizante
imprescindible para alimentar las cansadas tierras de Europa. 

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En el siglo veinte, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en el
mercado internacional. 
Los envases de hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de las
minas que producían estaño y viudas. En la profundidad de los socavones, el
implacable polvo de sílice mataba por asfixia. Los obreros pudrían sus
pulmones para que el mundo pudiera consumir estaño barato. 
Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó a la causa aliada
vendiendo su mineral a un precio diez veces más bajo que el bajo precio de
siempre. Los salarios obreros se redujeron a la nada, hubo huelga, las
ametralladoras escupieron fuego. Simón Patiño, dueño del negocio y amo del
país, no tuvo que pagar indemnizaciones, porque la matanza por metralla no
es accidente de trabajo. 
Por entonces, don Simón pagaba cincuenta dólares anuales de impuesto a la
renta, pero pagaba mucho más al presidente de la nación y a todo su
gabinete. 
El había sido un muerto de hambre tocado por la varita mágica de la diosa
Fortuna. Sus nietas y nietos ingresaron a la nobleza europea. Se casaron con
condes, marqueses y parientes de reyes.
Cuando la revolución de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó el estaño, era
poco el mineral que quedaba. No más que los restos de medio siglo de
desaforada explotación al servicio del mercado mundial.

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Hace más de cien años, el historiador Gabriel René Moreno descubrió que el
pueblo boliviano era “celularmente incapaz”. El había puesto en la balanza
el cerebro indígena y el cerebro mestizo, y había comprobado que pesaban
entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca.
Ha pasado el tiempo, y el país que no existe sigue enfermo de racismo.
Pero el país que quiere existir, donde la mayoría indígena no tiene
vergüenza de ser lo que es, no escupe al espejo. 
Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es el país de
verdad. Su historia, ignorada, abunda en derrotas y traiciones, pero también
en milagros de esos que son capaces de hacer los despreciados cuando dejan
de despreciarse a sí mismos y cuando dejan de pelearse entre ellos.
Hechos asombrosos, de mucho brío, están ocurriendo, sin ir más lejos, en
estos tiempos que corren.

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En el año 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó el
agua. La llamada “guerra del agua” ocurrió en Cochabamba. Los campesinos
marcharon desde los valles y bloquearon la ciudad, y también la ciudad se
alzó. Les contestaron con balas y gases, el gobierno decretó el estado de
sitio. Pero la rebelión colectiva continuó, imparable, hasta que en la
embestida final el agua fue arrancada de manos de la empresa Bechtel y la
gente recuperó el riego de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La empresa
Bechtel, con sede en California, recibe ahora el consuelo del presidente
Bush, que le regala contratos millonarios en Irak.)
Hace unos meses, otra explosión popular, en toda Bolivia, venció nada menos
que al Fondo Monetario Internacional. El Fondo vendió cara su derrota, cobró
más de treinta vidas asesinadas por las llamadas fuerzas del orden, pero el
pueblo cumplió su hazaña. El gobierno no tuvo más remedio que anular el
impuesto a los salarios, que el Fondo había mandado aplicar. 
Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene enormes reservas de gas
natural. Sánchez de Lozada había llamado capitalización a su privatización
mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba de demostrar que no
tiene mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia de la riqueza que se evapora
en manos ajenas? “El gas es nuestro derecho”, proclamaban las pancartas en
las manifestaciones. La gente exigía y seguirá exigiendo que el gas se ponga
al servicio de Bolivia, en lugar de que Bolivia se someta
 





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